Olvidar es no pensar, no sentir, no re-cordar. El olvido no se fuerza.
El olvido es como las lluvias. Pueden llegar primero unas nubes, unas pocas y otras se van sumando y el cielo se entolda y no podemos decir cuando empezó a llover, porque primero fueron unas gotas, unas gotitas casi invisibles que van tomando fuerza hasta hacerse una llovizna persistente que parece no acabar nunca.
Pero también el olvido puede llegar como una tormenta de verano. Truenos y relámpagos estallando, ese olor a tierra mojada que se cuela por los poros y de repente nos rodea una cortina densa de goterones que lavan todo.
Y después me llegó como una tormenta…mientras mis ojos llovían y mi alma tronaba…fue como un rayo: lloraba pero no era a tu recuerdo al que lloraba. No pude verte más en medio del agua que caía a borbotones. Y me quedé parada ahí, chorreando, mojada hasta los huesos, sin entender porqué lloraba.
Estos días lloré por mí. Por mi necesidad de entender con la cabeza, con la mente el porque de las cosas. Por esa vieja racionalidad que me acompaña mezclándose con mi lado emocional y que se alimenta a percepciones, sensaciones y presentimientos.
Lloré porque no escuche y no quise ver las claras señales que en estos muchos meses fueron apareciendo en mi senda. Claras y estruendosas. Accidentes, pérdidas de cosas importantes, destiempo, indiferencias, malas excusas, buenos propósitos no cumplidos, y otras mas sutiles, mas suaves.
Lloré pero ya pasó